
Mariano Moreno
Su extraña
muerte
El 24 de enero de 1811 Moreno se embarca en la fragata Fama con misión secreta a Inglaterra, que probablemente consistía en comprar armas, pero la propia Junta contrata a un tal Curtis con una tarea igual a la de Moreno, donde aclara que si éste hubiese fallecido o por algún imprevisto no se hallase en Inglaterra, debe entenderse con Aniceto Padilla "en los mismos términos que lo había hecho el doctor Moreno".
Poco después de iniciado el viaje, Guadalupe, su esposa, recibe un traje de viuda.
La navegación fue mucho más lenta que de costumbre y la salud de Moreno fue empeorando con el correr de los días. Su hermano Manuel y Tomás Guido, quienes lo acompañaban, le pidieron al capitán que desviara el rumbo hacia Río de Janeiro o Ciudad del Cabo para tratarlo, ya que no había médico a bordo. El marino inglés se negó.
Al otro día, sin conocimiento de sus acompañantes, le administró a Moreno un emético que no hizo más que agravarlo a las pocas horas. Tres días más tarde murió y su cuerpo es arrojado al mar.
"Hacía falta tanta agua para apagar tanto fuego", atinó a decir Saavedra al enterarse del funesto desenlace.
Desde entonces se sospechó que el deceso había sido producido por envenenamiento con tártaro emético (poderoso purgante). La lentitud de la navegación y el hecho de que el capitán del buque nunca volviera a Buenos Aires, aunque sí lo hizo el buque, junto con la administración secreta de dicha sustancia, contribuyen ampliamente a fundamentar la sospecha.
Pacho O’Donnell señala que tanto los hispanófilos como los anglófilos tenían motivos para eliminarlo. Los primeros porque era el más radicalizado y peligroso de los independentistas, los segundos porque Moreno no era dócil a la estrategia inglesa de no provocar la independencia de las colonias de su aliado España en la lucha contra Napoleón.
Hay quienes, como José Ignacio García Hamilton, opinan lo contrario. "Se trataba de un hombre destituido, sin poder, y la misión a Londres era una salida elegante. Yo no suelo compartir las teorías conspirativas".
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EL ALMA DE LA REVOLUCION
Tan apasionado como impetuoso, en mayo de 1810 Moreno encarnó el ideario de los sectores que propiciaban algo más que una simple modificación administrativa y proponían una revolución capaz de lograr profundos cambios sociales y económicos.
Mariano Moreno tenía apenas 31 años cuando, el 25 de Mayo de 1810 vio abrirse las puertas de la historia, las mismas que luego lo convertirían en uno de los más grandes protagonistas de la vida política e institucional de la Argentina.
Sin embargo, no tenía tiempo. Nueve meses y ocho días después su cadáver iba a ser arrojado al mar en medio de circunstancias por demás sospechosas.
¿Qué tuvo o qué hizo este abogado, calificado por muchos como un neurótico cargado de temores o un desequilibrado lleno de angustias, para ser considerado el alma de la Revolución?
En primer lugar, como sostiene el historiador Miguel Angel Scenna, puede ser que no haya sido un hombre corriente y centrado. Pero de un hombre corriente y centrado "podrá hacerse un excelente juez de paz, un correcto oficinista, incluso un académico. Nunca un creador, difícilmente un conductor y jamás un revolucionario".
La historiografía argentina también lo muestra con caras diferentes, desde la entronización realizada por Ricardo Levene, en 1920, hasta la condena sin límites de Gustavo Martínez Zubiría, en 1960, al acusarlo de haber sido agente británico y un paranoico empachado de teorías europeas.
Lo cierto es que no tuvo el cutis terso ni el rostro amable que le adjudican algunos cuadros. A los ocho años la viruela dejó huellas indelebles en su cara y, como señala el periodista Jorge Lanata, tenía los zarpazos de la enfermedad en sus facciones.
Pese a su modesto origen, fue un miembro activo de la comunidad de su época: abogado brillante, vecino influyente, destacado redactor y orador. Sus actos estuvieron definidos por los principios de la Ilustración, que había incorporado en su ideario durante sus estudios en el Perú.
Era un hombre sensible, que se aproximó a las ideas de vanguardia no sólo a través del intelecto, por las lecturas de Voltaire o Rousseau, sino también por su contacto con la explotación que sufrían los indígenas en las minas del Alto Perú.
Su actuación profesional le había ganado el reconocimiento de personalidades destacadas de la época y su fama ya trasponía las fronteras del Virreynato del Río de la Plata cuando empezó a participar de los movimientos que pugnaban por cambiar el estado de la cosa pública en estos lares.
El 24 de Mayo de 1810 Moreno no participó del Cabildo, pero, a diferencia de aquellos que estuvieron ausentes porque ignoraban lo que ocurría ese día, él no necesitaba estar allí.
Con una decidida intervención en las reuniones secretas llevadas a cabo para definir los pasos que debía seguir la revolución, ya había aclarado su postura a favor de la formación de un nuevo gobierno.
Tampoco, dice Félix Luna, había permanecido la tarde anterior en la casa de Nicolás Rodríguez Peña –uno de los reductos preferidos por los revolucionarios– cuando Antonio Berutti redactaba la lista de los miembros de la Junta, donde ocupó el cargo de secretario de Gobierno y Guerra.
Encarnaba el ideario de los sectores que propiciaban algo más que una tímida modificación administrativa y proponían cambios económicos y sociales más profundos.
Si pensaba que la revolución debía controlarse desde Buenos Aires era porque el interior seguía en manos de los sectores más conservadores, vinculados al poder anterior.
Cornelio Saavedra, en cambio, representaba a esos grupos, defensores de sus privilegios y, por lo tanto, favorables al mantenimiento de la situación social.
Un episodio complicó aún más la relación entre ambos. La noche del 5 de diciembre de 1810, cuando en el Regimiento de Patricios se festejaba el triunfo de Suipacha, un centinela le impidió el paso a Moreno, al tiempo que el capitán Atanasio Duarte, en evidente estado de ebriedad, proponía un brindis por "el primer rey y emperador de América, don Cornelio Saavedra".
Moreno no resistió la provocación y esa noche decretó el destierro de Duarte, redactando el fulminante decreto de Supresión de Honores. Esta resolución tenía un único destinatario: el presidente de la Junta, a quien le quitaba todas las prerrogativas y privilegios heredados de los virreyes.
Sobre su breve función pública (apenas nueve meses), existen decenas de interpretaciones enfrentadas, pero debe recordarse que se trató de una "Junta Revolucionaria", en la que cualquier error podía pagarse con la vida.
"El compromiso que entre los miembros de la Junta se prestaron fue eliminar a todas las cabezas que se les opusieran, porque el secreto de ellas era cortarles la cabeza si vencían o caían en sus manos y que si no lo hubieran hecho así ya estarían debajo de tierra", sostuvo, por entonces, Domingo Matheu.
Por eso Liniers fue fusilado y cuando Ortiz de Ocampo titubeó en matar a quien fuera ídolo de los porteños, Moreno no dudó un segundo en relevarlo y mandar a Castelli a cumplir con la sentencia.
En su sordo litigio con Cornelio Saavedra, el secretario de Gobierno cometió un grave error al dejar que enviaran al interior, como jefes militares, a Belgrano y Castelli. Ambos eran prestigiosos y lo apoyaban, y Moreno quedó aislado.
El 24 de diciembre de 1810, cuando el poder se le escurría de las manos, el presidente de la Junta firmó el decreto designándolo representante de la Junta ante los gobiernos de Río de Janeiro y Londres.
"Conseguí lo que me propuse, expulsar a ese demonio del infierno", le expresó en una carta Saavedra a Chiclana. La suerte de joven jacobino estaba echada, y con ella la de quienes no querían una revolución limitada en sus
alcances.
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